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El hambre y los patógenos impulsaron la evolución de la tolerancia a la lactosa en Europa

Cuatro investigadores de la Universidad de Burgos pertenecientes al proyecto de Atapuerca han colaborado con científicos de la Universidad de Bristol y del University College de Londres (UCL), así como con investigadores de otros 20 países en un nuevo estudio publicado en Nature y echan por tierra algunas creencias sobre por qué los humanos adquirieron la capacidad de digerir la lactosa de la leche en la edad adulta.

Los cambios genéticos que han favorecido la persistencia de la lactasa en gran parte de la población humana actual, es una de las adaptaciones genéticas más influyentes y que más rápidamente se ha desarrollado en las poblaciones humanas en los últimos 10.000 años. Hasta ahora se suponía que la tolerancia a la lactosa surgió porque permitía a las personas consumir más leche y productos lácteos. Pero la nueva investigación sugiere una historia diferente.

La investigación 1) ha trazado un mapa de los patrones de consumo de leche en los últimos 9.000 años basado en el análisis de residuos de las grasas lácteas que quedan en los poros de los recipientes arqueológicos, 2) ha combinado datos de ADN antiguo, fechas de radiocarbono y arqueología mediante nuevas técnicas de modelización informática y 3) ha analizado el Biobanco genético del Reino Unido para obtener datos de poblaciones actuales que relacionen el consumo de leche con la salud en individuos tolerantes e intolerantes a la lactosa.

El equipo demuestra que las hambrunas y la exposición a patógenos zoonóticos son los factores que mejor explican la evolución de la tolerancia a la lactosa.

La mayoría de los adultos europeos de hoy en día pueden beber leche sin molestias, es algo que damos por sentado. Pero dos tercios de los adultos del mundo actual pueden tener problemas si beben demasiada leche en determinadas circunstancias y esto era así también en casi todos los adultos de hace 5.000 años.

Esto se debe a que la leche contiene lactosa, y si no digerimos este azúcar único, viajará a nuestro intestino grueso donde puede causar calambres, diarrea y flatulencias; un grupo de síntomas que en conjunto se conocen como intolerancia a la lactosa. Sin embargo, la nueva investigación sugiere que, en el Reino Unido, hoy en día, estos efectos son poco frecuentes y apenas relevantes para la salud.

Para digerir la lactosa necesitamos producir la enzima lactasa en nuestro intestino. Casi todos los bebés producen lactasa, pero en la mayoría de las personas del mundo esa producción disminuye rápidamente entre el destete y la adolescencia. Sin embargo, un rasgo genético llamado persistencia de la lactasa ha evolucionado varias veces en los últimos 10.000 años y se ha extendido en diversas poblaciones consumidoras de leche de Europa, Asia central y meridional, Oriente Medio y África. En la actualidad, alrededor de un tercio de los adultos del mundo son lactasa persistentes (o tolerantes a la lactosa).

Estudios genéticos anteriores -especialmente los que utilizan ADN extraído de restos humanos prehistóricos como los realizados en el año 2014 en el Portalón de la Cueva Mayor de Atapuerca – han demostrado que la persistencia de la lactasa era el rasgo genético ausente en los individuos del Neolítico y el Calcolítico y solamente se extendió durante la Edad del Bronce.

Es decir «La variante genética de la persistencia de la lactasa fue empujada a una alta frecuencia por una especie de selección natural turboalimentada», comenta el profesor Mark Thomas, del UCL, uno de los líderes del estudio. «El problema es que una selección natural tan fuerte es difícil de explicar», añadió.

«Para entender cómo evolucionó la persistencia de la lactasa, primero tenemos que saber dónde y cuándo se consumía la leche», afirma el profesor Richard Evershed, autor principal del estudio.

Evershed y su equipo de la Universidad de Bristol fueron pioneros en la aplicación de métodos para detectar las grasas lácteas absorbidas en recipientes cerámicos arqueológicos. En este estudio hemos reunido una base de datos sin precedentes de casi 7.000 análisis de residuos orgánicos de vasijas cerámicas arqueológicas.

“Esto demostró que la leche se utilizó ampliamente en la prehistoria europea, desde las primeras explotaciones agrícolas de hace casi 9.000 años, pero que aumentó y disminuyó en diferentes regiones en distintas épocas”, comenta Marta Francés, investigadora de la UBU que realizó varias estancias predoctorales en Bristol con la Doctora Melanie Roffet-Salque, miembro del equipo del Dr. Evershed, aplicando las técnicas de análisis de residuos orgánicos a cerámicas prehistóricas de El Portalón de Cueva Mayor (sierra de Atapuerca, Burgos).

Con esta nueva y detallada imagen de la implantación y la distribución del uso de la leche en la prehistoria, los investigadores pudieron investigar cómo se relaciona este patrón de consumo lácteo con la evolución de la persistencia de la lactasa.

El equipo de la UCL, dirigido por Mark Thomas, reunió primero una base de datos sobre la presencia o ausencia de la variante genética de la persistencia de la lactasa utilizando secuencias de ADN antiguo publicadas de más de 1.700 individuos prehistóricos, entre ellos los de El Portalón de cueva Mayor. Así, se observó que esta variante génica apareció por primera vez hace unos 5.000 años.

Hace 3.000 años ya presentaba frecuencias apreciables y se fue haciendo cada vez más común hasta la actualidad. A continuación, su equipo desarrolló un nuevo enfoque estadístico para examinar hasta qué punto los cambios en el uso de la leche a lo largo del tiempo explican la selección natural para la persistencia de la lactasa. Sorprendentemente, no encontraron ninguna relación.

Estos hallazgos ponen en duda la hipótesis mantenida durante mucho tiempo de que la extensión del uso de la leche impulsaba la evolución de la persistencia de la lactasa.

Pero, si no era el consumo de leche (más allá de su mera presencia), ¿qué factores impulsaron esta selección natural turboalimentada?

Los investigadores tenían un par de ideas.

El profesor George Davey Smith, director de la Unidad de Epidemiología Integrativa del MRC en la Universidad de Bristol, analizó los datos del Biobanco del Reino Unido, que comprende datos genéticos y médicos de más de 300.000 individuos vivos. En su análisis, encontró sólo mínimas diferencias en cuanto al consumo de leche entre las personas genéticamente tolerantes a la lactosa y las no tolerantes.

Y lo que es más importante, la gran mayoría de las personas genéticamente intolerantes no experimentaban efectos negativos para su salud a largo plazo cuando consumían leche. Esto apuntaba a que podía haber factores hasta ahora no reconocidos que impulsaron el rápido aumento de la persistencia de la lactasa.

En pocas palabras, el consumo de leche estuvo muy extendido en Europa durante al menos 9.000 años, y los seres humanos sanos, incluso los que son intolerantes a la lactosa, podían consumir felizmente leche sin enfermar.

Sin embargo, el consumo de leche en individuos intolerantes conduce a una alta concentración de lactosa en el intestino, lo que puede arrastrar fluidos al colon, pudiendo dar lugar a cuadros severos de deshidratación cuando esto se combina con una enfermedad diarreica. El equipo postula que este proceso podría conducir a una elevada mortalidad cuando aumentara la carga de enfermedades infecciosas, al incrementarse el tamaño y la densidad de las poblaciones hasta niveles en los que algunos agentes infecciosos pudieran circular continuamente en ellas.

En el año 2014, en nuestro trabajo con los humanos de El Portalón de Cueva Mayor en el que participó Mark Thomas, ya habíamos apuntado esta posibilidad, pero con más énfasis en las hambrunas prehistóricas. José Miguel Carretero, investigador de la UBU y miembro del proyecto de Atapuerca que ha participado en ambos estudios comenta: «Si estás sano, eres intolerante a la lactosa y bebes mucha leche cruda, puedes tener algunos calambres, tal vez algo de diarrea, y te tirarás muchos pedos.

No será agradable, y puede ser embarazoso, pero no te vas a morir por ello. Sin embargo, si estás mal nutrido, y por tanto debilitado, y además tienes diarrea por tomar mucha leche cruda, entonces tienes problemas que ponen en peligro tu vida”. “Y tal vez esa sea la selección natural turboalimentada que estamos buscando”.

Cuando las cosechas fallaban, los pueblos prehistóricos habrían sido más propensos a consumir leche no fermentada con alto contenido en lactosa, exactamente cuando no debían hacerlo”, apostilla Angel Carrancho, el cuarto participante de la UBU.

Para probar estas ideas, el equipo de Thomas introdujo en su nuevo método estadístico indicadores de hambrunas pasadas y de exposición a patógenos. Los resultados apoyaron claramente ambas explicaciones: la variante del gen de la persistencia de la lactasa estaba sometida a una selección natural más fuerte cuando había más indicios de hambruna e incidencia de patógenos infecciosos.

En palabras de Eneko Iriarte, también investigador de la UBU firmante del artículo, “la nueva investigación demuestra cómo, en la prehistoria tardía, a medida que crecían las poblaciones y el tamaño de los asentamientos, la salud humana se habría visto cada vez más afectada por las malas condiciones sanitarias y el aumento de las enfermedades infecciosas, especialmente las de origen animal; un tema que, paradójicamente, sigue a día de hoy muy de actualidad”.

En definitiva, los autores concluyen que en condiciones de hambrunas, epidemias infecciosas o ambas cosas a la vez, el elevado consumo de leche cruda, casi por obligación, habría sido una buena solución al aportar proteínas, calcio, vitaminas y grasas, pero habría provocado un aumento de las tasas de mortalidad siendo especialmente vulnerables los individuos que carecían de persistencia de lactasa.

En estas condiciones de hambruna, aumentan las tasas de enfermedad y malnutrición y esto llevaría a que los individuos intolerantes a la lactosa tuvieran más probabilidades de morir antes o durante sus años reproductivos, lo que haría aumentar la frecuencia poblacional del gen de la persistencia de la lactasa hasta los niveles actuales.

Paradójicamente, parece que los mismos factores que influyen en la mortalidad humana actual impulsaron la evolución de esta sorprendente adaptación genética a lo largo de la prehistoria.

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